El Legado de Diego de Robles

Las aldeas de hace cuatro siglos eran muy diferentes a nuestras metrópolis en la actualidad. Supongo que a finales de siglo XVI, Quito no era más que un puñado de casas, asentada sobre laderas escarpadas, con callejuelas fangosas y rodeada de una gran vegetación de bosque montano alto; también supongo que nuestros indios trabajaban sin cesar, para llenar el saco roto que trajeron los españoles.
Seguramente en las noches, las callejuelas del Quito de finales del 1500, se iluminaban con pequeñas antorchas personales; claro las herramientas de 'alta tecnología' eran escasas o inexistentes. Aquellas generaciones no estaban tan mediatizadas por la tecnología; creo que no existía ni papel higiénico, ni bolígrafos, ni ollas de presión, ni ropa interior y ninguna de las herramientas debía tener su forma tal como las concebimos hoy.
Pero no todo era para ponerse a llorar, la gente de otrora buscaba maneras, se las ingeniaba para llegar a los fines establecidos; muestra de ello es que la humanidad continúe su periplo en la Tierra. De hecho gran parte de la ciencia y el arte (como tal), que incluso admiramos en la actualidad, fue concebido y elaborado por mentes, corazones y manos, de antiguos visionarios.
En el caso del arte; éste estuvo principalmente ligado a la religión y en sus diversas tendencias existieron grandes exponentes; uno de ellos fue el escultor Diego de Robles; posiblemente su nombre no diga mucho, pero a él debemos las imponentes esculturas de 'Nuestra Señora de la Presentación del Quinche', 'Nuestra señora de Guápulo', 'La Virgen del Cisne', entre otras obras.
De la peña al santuario
Terminado de construir el santuario de Guápulo en 1594 y su virgen 'Nuestra Señora de Guápulo', por Diego de Robles; los indígenas de Lumbicí, le pidieron al escultor una replica de la figura. Diego la trabajó con los restos, que le quedaron de su virgen de Guápulo; pero una vez terminada la obra, los lumbiceños no pudieron pagar el precio acordado y entonces, el escultor cambió su obra por finos tablones de cedro, a los indios de Oyacachi.
Oyacachi en aquella época, debió ser una aldea de casas regadas en los páramos andinos orientales; allá fue a para la 'virgen', en la hendidura de una peña (tal como lo hacían los europeos de Alemania, Francia o España); y fueron los indios quienes generosamente la engalanaron con preciosos ropajes y adornos de oro y plata.
La virgen pronto ganó adeptos, pues 'alejó' a unos osos que tenía atemorizada a la población. Peregrinaciones de pueblos vecinos empezaron a llegar a este desapercibido caserío y la fama cubrió a la 'Virgen de Oyacachi'. Los oyacacheños la sacaron de la peña y le llevaron hasta una capilla especialmente creada para la Virgen y después a un santuario; pues sus hospedajes quedaban pequeños para recibir a sus visitantes. En 1604 el Obispo del lugar ordenó el traslado de la imagen hasta el Quinche, en donde se conserva hasta la actualidad.
Romería   
Desde hace más de 400 años la gente visita a la Virgen del Quinche, para agradecerle los favores recibidos o para pedirle alguna utopía. Cada 21 de noviembre se realizan sendas caminatas nocturnas desde las comunidades vecinas al Quinche (Quito, Sangolquí, Cayambe, Tabacundo, Otavalo, Checa, Guayllabamba, El Chaco); unos peregrinos llegan cansados y sedientos al amanecer; otros más avezados beben licor, ejecutan atracos y cometen fechorías en el trayecto; pero casi todos, incluso los pocos caminantes acomodados económicamente y los malandrines de alto vuelo; escuchan misa, encienden velas, limpian su espíritu, se renuevan en la fe y dan vida al centenario Quinche, pueblecito sentado en las faldas de los Andes occidentales, al noroeste de Quito.