El destartalado bus detuvo su marcha con un chirriar de sus llantas y el crujir de sus oxidadas latas. Una tienda medianamente surtida de víveres y rebozante de cerveza; cuatro casas adyacentes con techo de zinc oxidado; una azarosa estación de autobús y el griterío de cuatro negros confirmaban un atardecer cualquiera en alguna parte del rural Esmeraldas. Esa conversación sin sentido era la única prueba de que el pueblo estaba vivo como una lombriz; tan frágil que podía borrarse con una ventisca, tan absurdo como un cuadro de Dalí.
Del remedo de autopista que cruza por esta olvidada aldea, se deriva un camino de tercer orden, una lengua larga y sinuosa que alcaza con dificultad a lamer el Pacífico. Las vallas publicitarias que anuncian que “el país ya es de todos”; son más costosas que este puñado de casas con habitantes y todo.
El sol Ecuatorial chamusca a los zancudos en pleno vuelo; los perezosos árboles evitan a toda costa brindar una pizca de sombra; a lontananza la tarde se rompe con unos ladridos de perro, que más parecen un pedido de auxilio. Con su último aliento llega a la estación “la costeñita”, un bus azul de buena pinta, pero que en comodidad y aseo deja mucho que desear.
De sus pocos ocupantes, unos pocos dormían a pierna suelta y boca abierta y otros intentaban saltar al mundo de los sueños. Solo viejo Edgar echaba guerra, se puso de pie tambaleante y con sus fuertes brazos de zambo pescador, apretó los cahetes de su compañera y apunto un beso a la boca que fue a parar en las comisuras de los labios de la rotunda mulata. Ella intentó quitárselo de encima, en parte porque viejo Edgar no había pagado estos extras y en parte porque el hombre estaba a cuatro tragos de la ebriedad absoluta y su aliento a ron y cerveza podían repeler el ataque de una legión. Viejo Edgar bajo del bus y en cuanto pudo, extrajo de su cinto un botellín con "agua loca", ingirió un par de bocados y respiro profundamente; intento ser gracioso con los presentes, pero no pudo.
En la vetusta estación estaban unas ocho personas, de toda edad y color, entre ellos Cantuña; un negro de más de medio siglo. Vestía un overol naranja, remendado incontables veces y unas botas negras de caucho que prácticamente no tenían suela. Cantuña, un jornalero de fe musculosa como sus brazos, no se andaba por las ramas.
-deje de hacer chistecitos, borracho e mier...
- el que tiene plata habla lo que le da la gana; total yo he vendido mi pesca y con mi plata me bebo cuando quiera, respondió Edgar.
Vociferaciones iban y venían como en el pin pon. La discusión subía de tono, pero era claro; los contendientes solo alardeaban. Edgar había pasado un par de madrugadas mar afuera, había extendido el trasmallo, había esperado unas cuantas horas hasta que amanezca, había recogido la pesca y la había vendido en La Tola, seguramente a intermediarios y ahora bebía; bebía del puro gusto, para celebrar su hazaña. La vida de Cantuña no era muy diferente; de joven hizo fortuna con la pesca, ya entrando en años, fungió de controlador de bus y no le iba tan mal; marihuana nunca le llego a faltar. Pero igual, por el vicio despilfarró su escasa fortuna y ahora en medio del declive natural de la vida era un creyente convertido a la fe, por necesidad.
Edgar tiene unos puños de piedra pero tambalea; Cantuña está dispuesto a la pelea armado con un pequeño cuchillo en su mano derecha y la biblia en la izquierda. Cuando los puños parecen incontenibles, una anciana se interpone y pide calma; Edgar da media vuelta y camina rumbo a la tienda a comprar más "agua loca"; Cantuña recita algún párrafo del Apocalipsis y agradece a Dios que no haya tenido que usar la violencia.
La tarde se tiñe de naranja y Cantuña se aleja por un polvoriento camino. Viejo Edgar sentado en una banca de la estación, abre una botella de cerveza, bebe, se esfuerza por no cerrar los ojos; mañana, cuando todo él sea resaca, tendrá que volver a adentrarse en el mar, tendrá que pescar nuevamente.