José Navarrete.
Finos hilos transparentes y húmedos resbalan por las mejillas de Luz María Boada. Su rostro machacado por el tiempo, no puede ocultar el sentimiento de soledad; sus temblorosas manos llenas de arrugas y callos, sostienen con dificultad unos “huevos de campo” que humildemente me obsequia. Luz María cuenta que hace tiempo vive sola en la casa de adobe y teja de una sobrina; por tanto las pocas visitas que recibe la emocionan hasta las lágrimas; “aún trabajo en el campo, para ganar y poder comer algo con mi fiel amigo gringo”, comenta mientas seca sus lágrimas y gringo, un perro chaparrito, camina por su desaliñada cocina. Afuera de la centenaria casa de Luz María el panorama es más prometedor, el sol calienta tímidamente, el cielo de verano no presenta nubes y el viento ruge al chocar con el follaje de los pocos árboles que existen en la meseta.
Luz María debería caminar pocas calles, hasta llegar al parque de Malchinguí, pero hoy tampoco lo hará; apenas le quedan fuerzas para encender su fogón y calentar su almuerzo; a la tarde descansará un poco y a la noche cuando el insomnio se haga presente, el viento talvez le llevará algún desafinado acorde, de los fiesteros de San Pedro y San Pablo.
A una hora de camino (desde Quito), por vía asfaltada está Malchinguí, una de las cinco parroquias del cantón Pedro Moncayo, en la provincia de Pichincha. Para muchos, el nombre de Malchinguí alude a una “tierra amarilla" o "estéril”, mientras que para personas como Isabel Rodríguez, natural del sector, Malchinguí es “tierra de fuego”. Esta parroquia es mucho más que un descampado yermo, asolado por el viento; su territorio se extiende desde 1700 m .s.n.m. en el río Guayllabamba, hasta los 3714 m .s.n.m. en la Laguna Grande de Mojanda o Caricocha.
El centro poblado de Malchinguí se encuentra a 2900 m .s.n.m. Las calles en su mayoría son polvorientos caminos de verano, salvo las vías adoquinadas que circundan el parque; en éste se hospeda una iglesia de estilo románico, que es parte del Patrimonio Cultural de la nación.
Don Jesús Rodríguez cuenta que desde el pueblo hacia la montaña, por su cercanía con el páramo, la tierra es cultivable en gran medida, lo cual favorece la producción de maíz, arveja, fréjol y chochos; además allí, en la parte alta, cerca de las lagunas de Mojanda se encuentra el Cascungo, un bosque andino nublado, que ha visitado numerosas ocasiones. En ese bosque primario existe gran biodiversidad y es vital para la recolección de agua para el consumo humano de Malchinguí y sus poblaciones aledañas.
Próximo a los sesenta años, don Jesús continúa viviendo de la agricultura; el sabe muy bien de la importancia del agua para regadío, que tanta falta hace en la zona baja de Malchinguí, cada año trabaja duro preparando la tierra, en la siembra, en el aporque y en la cosecha, pero el éxito de su labor depende del agua: “no queda más que alzar la vista al cielo y esperar que llueva cuando debe llover, para que la producción sea buena”, finaliza Jesús. En efecto, la zona baja de Malchinguí abarca una gran planicie sin agua de regadío, pero que por su calido clima tiene mucho potencial para el cultivo de árboles frutales.
Los amables y hospitalarios malchingueños tienen pocas opciones para sustentar su economía; básicamente se dedican a la agricultura y la ganadería, aunque en la actualidad un buen porcentaje de la población es asalariada de la industria florícola asentada en las cercanías de los centros poblados.
Camino con dificultad al Estadio Central. Sostengo mi gorra con la mano y penosamente miro con los ojos semi cerrados para evitar que el polvo y la arena se cuelen en ellos; el sonido de sanjuanes, interpretados por la banda “El Rosario de Malchinguí” se escucha en lontananza, acompaña y alegra con sus acordes a todas las escuelas, colegios, instituciones públicas y moradores que participan en el desfile de la confraternidad y dan vida al festejo de San Pedro y San Pablo.
Enrique Tituaña, vocal de la Junta Parroquial de Malchinguí, deambula por los grupos participantes, reparte un brebaje preparado con puntas -licor de caña-, vigila que todo esté en orden y a punto para cada presentación. Don Enrique relata que las fiestas empiezan en mayo, con un campeonato de fútbol y terminan en julio, con la sesión solemne en honor al patrono Santiago de Malchinguí.
El sol está en lo alto y la jornada festiva ya lleva varias horas, empezó a las cuatro de la madrugada con los tradicionales albazos, en los que “El Rosario de Malchinguí” interpretó melodías por toda la población. Pero a esta fiesta aún le queda mucho por recorrer, falta el ingreso de la chamiza, un festival taurino y el ansiado baile popular amenizado por una prestigiosa orquesta del sector.
Terminado el desfile, la entrada de la chamiza -que quemarán en la noche- ocasiona una congestión de yuntas. La chamiza son enormes bultos de chilca (un matorral cada vez menos abundante), jalados por un par de corpulentos toros o vacas. Tambaleo una y otra vez en medio de la fuerte ventisca y la polvareda levantada por el lento paso de esta procesión de bestias. Los quince músicos de la banda del pueblo también acompañan esta peregrinación, en medio de la algarabía de los presentes.
La realidad se entremezcla con la ilusión, cuando abro los ojos miro a los indomables arrieros sudando bajo el sol del medio día, conduciendo la chamiza hasta el Estadio Central y cuando los cierro mi mente evoca a la gente de esta legendaria población, ofreciendo resistencia ante la conquista de los Incas. La resistencia se debió haber pagado con sangre; lentamente el imperio logró establecer su hegemonía y se adueñó de este estratégico lugar. Malchinguí en ese tiempo, fue importante para la consolidación del imperio Inca, a nivel comercial, religioso y militar; las ruinas de Cochasquí y la gran cantidad de vestigios arqueológicos prehispánicos, así lo certifican. Pablo Ortega, visitante y estudioso de la zona cree que Malchinguí fue un bastión de defensa del sector norandino y que en el corto periodo de dominación Inca, por allí se extendió “el camino del Inca”.
Cerrar los ojos y necesariamente abrirlos en un escenario distinto. Estas fiestas son diferentes a las anteriores; al pueblo ha llegado “La Sultana ” una plaza de toros móvil, en la cual se presenta un festival taurino - cómico. En la tarde alternan el torero Ernesto Gutiérrez, el chavo del ocho, la chilindrina, la india María y los aficionados del pueblo a la tauromaquia. El sol despide la tarde en medio de colores de ensueño; los dorados y rojos del crepúsculo contrastan con la penumbra en una plaza que va quedando vacía de a poco.
En la noche, los bailarines colman la plaza del pueblo y a ritmo de San Juanito, disfrutan de las canciones populares. Los fuegos de artificio de una vaca loca arrancan risas de los presentes, mientras Kléver Paredes me comenta que las fiestas han cambiado: “antes habían más danzantes, diablos huma y los músicos populares alegraban la fiesta; ahora casi todo se ha perdido, las nuevas generaciones no saben de las tradiciones, es necesario hacer algo para rescatar lo nuestro. La mayoría de la población esta entre la infancia y la juventud y hay mucha gente de la costa que ha venido, pero en este pueblo sino se hace algo, todo se perderá”, concluye Kléver; pero yo no lo creo, ni el inclemente viento que peina la meseta de Malchinguí y cala los huesos, ha doblegado a esta indómita y rebelde población, que desde tiempos remotos sueña, trabaja y celebra la vida en condiciones adversas.
La fiesta terminará cuando un nuevo día nazca; mientras tanto, la noche estrellada cobija a los danzarines y también a Luz María Boada; a quien seguramente ya le llegó el insomnio y está pensando en las canciones que no puede escuchar con claridad, en canciones que viajan con el viento.